Entonces busco en mi interior, abro cada uno de los
baúles que contiene mi vida, avanzo y mi paso solo lo detienen las asignaturas
pendientes, y algunas cosas nimias que no entiendo por qué guarde en algún
momento.
Caminando me encuentro con un niño alto, blanco, de
anteojos, peinado escrupulosamente, con una camisa de manga corta y una mochila
de cuero en la espalda, lo veo subirse al autobús con un rumbo desconocido,
curiosamente yo mismo abordo el mismo transporte, ya en su interior hay a otros
jóvenes que entre ellos se saludan, ríen, bromean, el muchacho no participa de
eso, es solitario y callado.
El rumbo de las venas convertidas en calles y
avenidas, conforman el peso enorme de la ciudad, ese gran cuerpo que te envuelve
sin darte cuenta, el ruido me va aislando poco a poco, el calor aumenta y mi
visión se va perdiendo, el sueño me invade y me abraza amoroso, despierto
solamente con el estridente descenso de los muchachos hacia la escuela,
inevitablemente miro a través de la ventana para buscar al chico y no lo
encuentro, me pregunto si acaso se bajó antes del autobús o quizá nunca se
subió y me engaño la idea, yo creyendo haberlo visto, aborde el autobús.
La duda se disipa cuando lo encuentro tres filas
atrás de mí, está leyendo absorto un libro, me dan ganas de acercarme y
preguntarle la razón de no haberse bajado en la estación de la escuela donde
supondría yo que estudiaba, temiendo alguna mala respuesta, o quizá incluso
algún insulto que como serpiente saliera de su boca, al fin me acerqué, cuando
le distraje y su mirada se perdió en mi imagen con gabardina, con el cabello
entrecano, con mis anteojos, la barba del día y mi mochila cargada de papeles
sin sentido, de libros que ya he leído, de mi termo vacío de café, de mis años
caminando solo, de mis recuerdos difusos de infancia, de esas ganas de perderme
un día por una ciudad que no conozco y seguramente jamás regresar a ningún
lado, ni siquiera al ser que me conforma.
Al verle ya de frente, me llamó poderosamente la atención
su rostro con acné juvenil, sus ojos rasgados, lo pulcro de su camisa blanca,
me presenté y le dije me llamo Alejandro, y él me respondió me llamo Milton,
nos dimos la mano, lo abracé y después de platicar cualquier trivialidad del
futbol o de las luchas, baje del autobús en la siguiente estación, el siguió en
su trayecto.
Cuando abrí la mano con la que lo había saludado, el
aroma de los libros viejos se había quedado en mis sentidos, y el junto conmigo
de niño se había seguido en el autobús, que no tenía destino, que he buscado de
pronto en la misma estación en la calle que jamás existió.
AIMCWMJ
Mayo 2013
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